Zenobia Camprubí

Zenobia Camprubí
Retrato de Zenobia Camprubí, Sorolla.

jueves, 6 de julio de 2017

Caso. Rubén Darío.




A un cruzado caballero, 
garrido y noble garzón, 
en el palenque guerrero 
le clavaron un acero 
tan cerca del corazón, 

que el físico al contemplarle, 
tras verle y examinarle, 
dijo: «Quedará sin vida 
si se pretende sacarle 
el venablo de la herida». 

Por el dolor congojado, 
triste, débil, desangrado, 
después que tanto sufrió, 
con el acero clavado 
el caballero murió. 

Pues el físico decía 
que, en dicho caso, quien 
una herida tal tenía, 
con el venablo moría, 
sin el venablo también. 

¿No comprendes, Asunción, 
la historia que te he contado, 
la del garrido garzón 
con el acero clavado 
muy cerca del corazón? 

Pues el caso es verdadero; 
yo soy el herido, ingrata, 
y tu amor es el acero: 
¡si me lo quitas, me muero; 
si me lo dejas, me mata! 






lunes, 29 de mayo de 2017

¿Te dejarías follar? Eeva Kilpi.




¿Te dejarías follar por quince euros? me dijo
en la parada del autobús a las 0.42
rodeados de calles vacías y congeladas.
Primero negué con la cabeza, pero luego le dije:
Por dinero, no, pero si pasas la aspiradora y friegas los platos…
Entonces él, a su vez, se negó
y se dio la vuelta abatido para seguir su camino.





viernes, 20 de enero de 2017

La coartada. Kikí Dimulá.



Cada vez que te visito
sólo el tiempo transcurrido
de una vez a otra ha cambiado.
Por lo demás, como siempre
se desliza desde mis ojos como un río
turbio tu nombre grabado
—padrino del guión pequeñín
entre las dos fechas,
no vaya a pensar la gente que ha muerto
sin bautizar la duración de tu vida.
A continuación limpio las mustias
cagaditas de las flores añadiendo
algo de arcilla roja donde se ha depositado negra
y le cambio, finalmente, el vaso a la lamparilla
por otro limpio que traigo.
Nada más volver a casa
a conciencia lavaré el sucio
desinfectando con lejías
y cáusticas espumas de espanto que echo
cuando me agito con fuerza.
Con guantes siempre y manteniendo mi cuerpo
a gran distancia del pequeño lavabo
para que no me salpiquen las aguas muertas.
Con estropajo metálico de dura aversión rasco
la grasa pegada en los labios del vaso
y en el paladar de la apagada llama
mientras la ira aplasta el ilegal paseo
de algún caracol, usurpador
de la inmovilidad vecina.
Enjuago, luego enjuago, con escaldante furia.
Bulle mi intento de volver el vaso a su primer,
su alegre natural uso,
el de saciar la sed.
Y queda ya del todo limpio, reluce
ese afán hipocondríaco de no querer morir.
Querido mío, míralo de otro modo:
¿cuándo no ha temido a la muerte el amor?